El David de Goliat
Por: Elisa Peralta
Parecíamos una manada de asnos, pero éramos hombres. Hombres atormentados por el látigo. Acarreábamos arte sobre las calles angostas y empedradas de Florencia. Llevábamos a su destino “El David”, la última escultura de Miguel Ángel, el hombre capaz de materializar la belleza.
Imagina la noche oscura, Tommasso, alumbrada por antorchas y sólo antorchas. Emprendíamos la segunda jornada, nocturna; No había forma de trabajar de día, siendo ésta, nuestra ciudad, de tan elevado zarandeo. El maestre, Miguel Ángel, nos dirigía a gritos. El capataz, a golpe de azotes. Padecíamos el peso del mármol.
La promesa fue trabajo por algunas noches; una pieza de plata por jornada. Hasta aquella luna, podía contar una moneda y, casi, otra más en mi bolsa. Casi. . . casi. Porque sufría el temblor de mis piernas y el gotear del sudor por mi rostro. Piensa, Tomasso, era una enorme piedra de mármol. Él la llamó “El David”, nosotros, el pueblo, “El gigante”. Pesaba toneladas. Pero no era la primera vez que ayudaba a mover aquel mármol. Cuando lo trajimos de la cantera pesaba aún más; después de haber sido corregido por el maestre, perdió peso y sus rasgos se hicieron delicados. Sería el símbolo de la naciente república de Florencia.
Yo, Gabriele, obrero de cantera, he vivido el mármol desde mi niñez. Un día sí y el otro también, separo bloques y bloques del material preciosísimo para constructores, artesanos y algún escultor. Aprendices muchos, artistas pocos. Imagina, querido, primero el bloque perdido en el gran monolito al que llamamos cantera. Nosotros, en nuestra labor de desgajar, desprendemos un trozo. Y luego otro. Y otro. Después, la espera. Aves, héroes, caballos, columnas, escalinatas, santos, esperan ser liberados. Aguardan días o años dentro de un bloque informe.
“El David” pasó décadas a la intemperie. Vivía imaginado en la piedra. Una capa calcárea empañó su superficie, como es natural. Hasta que llegó el imaginador, Miguel Ángel. Él no era asiduo a la cantera. Cuando terminó “La Piedad”, esa estatua en la cual la virgen sostiene a Cristo en brazos hizo el camino de regreso hasta aquí. Era joven, disfrutaba ya de una creciente fama; pero no gozaba de nuestra simpatía. Uraño, malhumorado, irritable. Empero, buen cliente. Recibía encomiendas del papa y así llegaba hasta nosotros algo del santísimo oro.
Y sucedió. Lo imaginado se materializó. Desde sus 26 hasta sus 29 años, Miguel Ángel vivió entregado al proceso de transfiguración; del pensamiento al mármol. A la piedra confió su fiebre. Y ella respondió al toque de su cincel. Al ritmo de sus manos. A la dulzura de su mirada. Días de ardua labor a la intemperie, con aquel frío, con aquel calor o con la fina nieve; febriles noches durmiendo a los pies del naciente Gigante. Ni siquiera el maestre pudo librarlo de los ataques de los fanáticos. Los que renegaban de la República y pedían la vuelta del duche. Recibió piedras y palos; nada pudieron contra la belleza. El gigante emergió; fuerte, bello. Más de cinco metros de alto, mirando sin vernos desde las alturas.
Aquellas noches de septiembre del año 1504, los señores, desde los balcones de sus casas, veían la marcha del dios de mármol adorado con fuego de antorcha; halado por suplicantes; deslizado a su destino sobre alfombra de troncos. Yo, desde mi bregar, veía fantasmas agonizantes de fatiga; el olor a humo del aceite quemado, primero en mi nariz, después en los pulmones, debilitaba mi respiración. Mis piernas temblaban; todo mi cuerpo estremecido por el esfuerzo de avanzar un centímetro más.
Todos éramos hombres de trabajo: canteros, artesanos, comerciantes y sirvientes. Ninguna otra bestia fue considerada adecuada para el trabajo. Había que desplegar habilidad en el transporte. Todos compartíamos la gracia de saber obedecer órdenes. Y a la tercera jornada, casi a la salida del sol, vislumbramos la Plaza de la Señoría. Ahí paramos, a una calle de la Plaza. Cubrimos al Gigante y el maestre, como siempre, yació junto a su criatura. El capataz nos indicó la hora de llegada para la última jornada: cuando la oscuridad y el silencio cayeran sobre la Plaza.
El calor de agosto se había disuelto. La primera semana de septiembre nos había regalado días soleados y noches cálidas, aunque nosotros no las hubiéramos disfrutado todavía. Era el cuarto día del mes y también nuestra última jornada. La Plaza fue iluminada con antorchas, para dar la bienvenida a su nuevo huésped. También nuestro camino fue aclarado con fuego. Una calle nos separaba de la meta. Una sola calle y varias horas de trabajo por delante. Las instrucciones de Miguel Ángel hacían énfasis en la importancia de la última parte del camino la cual culminaría con la erección de la estatua en la Plaza. Por la mañana, Florencia admiraría la maravilla.
Sí, Tomasso, la marcha final fue agotadora. Miguel Ángel la cinceló infinita en nuestras memorias. El trasiego de las jornadas pasadas multiplicaba el cansancio, pero nos animaba el tintineo de las monedas, de las bolsitas de tela suspendidas de la cintura del capataz. Nos tomó horas llegar a la Plaza. Después, sin pausa, procedimos al desamarre y entonces al amarre de la estructura que nos permitiría levantar al Gigante. Equilibrio y fuerza fue la fórmula para el levantamiento. “El David” se irguió con la solidez de todo su peso, se plantó en la plaza como el nuevo amo del paisaje. El maestre, aunque cansado, sonrió orgulloso a su creación y dio por terminada la jornada.
Nos abrazamos contentos. Reíamos. Contemplamos la estatua extasiados por el triunfo de la marcha. En los libros no seríamos nombrados, solo nosotros sabríamos de nuestra hazaña. El capataz comenzó a llamarnos y cada uno recibió su bolsa de monedas. Sin darnos las gracias o al menos una mirada el maestre volvió al mundo donde nada más él y su creación existen. Nos comenzamos a dispersar. Caminábamos con urgencia hacia nuestros dormitorios, con la esperanza de descansar algunas horas antes de regresar a nuestra labor cotidiana.
Más tarde, camino a hacia la cantera, pude avistar de lejos al Gigante. Llamó mi atención una sombra que se deslizaba a toda prisa en sentido contrario a la plaza. Era el maestre Leonardo. Cuando llegó a mi lado, le pregunté su opinión sobre “El David”. Él, distraído, sin detenerse y hablando más al aire que a mí dijo:
—No he volteado a la Plaza, tal vez a mi regreso de Francia ¡Adiós, cantero!
—¡Adiós, maestre! —contesté divertido.
María Elisa Peralta abrió el huevo en México, en el entonce Distrito Federal, renombrado ahora Ciudad de México, así que es chilanga. También es Acatecla porque es Licenciada en Periodismo y Comunicación Colectiva por la FES Acatlán (UNAM). Como las golondrinas, emigró y vive actualmente en Estados Unidos. El primer aterrizaje fue en Dallas.Después voló a Houston, desde donde escribe cuentos y una que otra viñeta.
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