Ellas, las que trabajan en casa
Soy de Tierra Colorada, Apazco, Nochixtlán, Oaxaca. Estudié sólo la primaria: era el grado máximo de estudios en aquel momento en mi pueblo. Al terminar tuve la necesidad de emigrar a la capital del país para ayudar a mis padres con los gastos; yo tenía 14 años de edad… Ahí me di cuenta de las injusticias que viven las mujeres trabajadoras y la desvalorización del trabajo en el hogar.
¿No será terrible dejar el campo, llegar a la Ciudad de México y servir a desconocidos? Si esto fuera un cuento, la historia se escucharía en voz de mujeres como Marcelina y en la de sus empleadores; las imágenes evocarían discriminación, trabajo informal, ausencia de seguridad social y muchas horas de trabajo… Pero ¿qué nos diría un testigo que las siguiera y observara?
Extrañan los paseos por el río, eran como un arpegio perfecto: primero los jilgueros, después el ruido del agua corriendo y al final el suspiro de un paisano deseándolas. Cómo les gustaría encontrarlo un domingo en el Parque de los Venados para no extraviar la esperanza, construir juntos esa casa y salir a atrapar mariposas blancas.
Duermen velando el sueño del patrón. Repiten la historia de la madre, de la abuela: sacudir muebles de maderas desconocidas y planchar ropa de seda. Almidonan la vida de los otros, mientras la suya se arruga en la cotidianidad. Blancas deben quedar las mangas de las camisas, las cortinas de la cocina y la gelatina de yogurt.
Extienden sus manos para servir. Lavan en silencio la ropa sucia que dejó la visita al gimnasio. Ellas no tornean su cuerpo: lo gastan. Viven de sostener afanes ajenos: hacer el amor entre sábanas limpias, secarse el rostro con una toalla mullida y comer caliente y a tiempo.
Desde que dejaron el campo durante el estío nadie las reconoce. La lluvia del verano las bautizó en la ciudad con un nuevo nombre. Ahora cargan viandas con guisos extraños. Se fueron para cambiar el fogón por una estufa, no querían seguir calentando el agua con leña. Llegaron en busca de la magia. Pero el trueque de la tierra suelta por el asfalto no ha dado fruto. Mientras llega, hay que mandar dinero para que sigan cultivando la milpa. Pronto sabrán cómo se llaman ahora. Habrá quien diga “Sí, lo hizo la muchacha”.
Esta historia también se puede ver en las cifras o en el cine. De acuerdo con un estudio realizado por El Monte de Piedad y la Organización Internacional del Trabajo (OIT), en México más de dos millones de mujeres se dedican al trabajo doméstico remunerado y de ellas más de 98% no cuentan con seguridad social. En 2018 todos vimos en la pantalla grande la película Roma, de Alfonso Cuarón, y gracias a su éxito y al trabajo de diversas organizaciones de la sociedad civil, como Nosotrxs, Parvada, Hogar Justo Hogar o el Instituto de Liderazgo Simone de Beauvoir, esta problemática se incluyó en la agenda pública.
Fue así como Marcelina y su gremio empezaron a cosechar conquistas. En 2011 hubo una reforma constitucional, en 2019 se modificó la Ley Federal del Trabajo y el Senado firmó un convenio con la OIT. La mejor noticia vino en abril de aquel año, cuando el Instituto Mexicano del Seguro Social inició el programa piloto de incorporación a personas trabajadoras del hogar, cuyo cumplimiento será voluntario hasta 2020 y después se volverá obligatorio.
A pesar de que estas medidas abonan a la revalorización del trabajo del hogar y al reconocimiento de los derechos de quienes a eso se dedican, la realidad sigue siendo lastimosa. Escuchémosla en su propia voz: “No comemos lo mismo que los patrones y lo hacemos en una vajilla aparte”, “Aquí no hay horario, me voy a dormir cuando lo hace la señora”, “Como soy de entrada por salida y acabo antes de la una, no me dan de comer”, “Ahora con la pandemia ya no me necesitan, ¿qué voy a hacer?”…
Tal vez la cuarentena les permita convivir más con sus familias, pero la falta de ingresos lo vuelve angustiante. Quizá conocerán mejor a sus hijos, a sus hermanos… Sin duda a algunas sus empleadores siguieron pagándoles o les dieron una despensa. Las que no corrieron con tanta suerte fueron contratadas en casas donde estarán sin salir hasta que la crisis sanitaria termine, y las menos afortunadas simplemente no tienen trabajo.
En los años ochenta una amiga escribió su tesis de licenciatura en Derecho sobre el valor económico no reconocido del trabajo de la mujer en el hogar. Estoy segura de que, en las actuales circunstancias, cuando, ante la ausencia de las empleadas domésticas, mucha gente se ha visto obligada a hacer ese trabajo, lo ha revalorado. Es duro, cansado.
No olvidemos que muchos debemos parte de nuestro desarrollo profesional a ellas: se puede partir de casa tranquilo porque al regresar habrá comida y nuestros hijos estuvieron cuidados. Sus derechos deben ser como los de cualquier otro trabajador. En Costa Rica, Uruguay, Brasil, Argentina, Colombia y el Salvador, las trabajadoras del hogar ya cuentan con seguridad social.
En México estamos hablado de mujeres de todas las edades que han recibido entre dos y siete años de educación; algunas son analfabetas y casi todas perciben salarios bajos; trabajan de entrada por salida o de planta en un lugar distinto a donde nacieron; la mayoría tienen entre veinte cinco y cuarenta y cuatro años; necesitan muchas horas para llegar a su trabajo. En suma, son vulnerables, están desprotegidas. Hacen el aseo, asisten a todos en casa, los cuidan… ¿Y quién las cuida a ellas?
Nos urge un cambio cultural, pero eso no es suficiente. ¿Qué tal si cumplimos con las nuevas disposiciones y firmamos un contrato, las inscribimos al Seguro Social, les damos vacaciones conforme a la ley, respetamos su jornada laboral, les pagamos un salario justo y las apoyamos en su educación?
Hagamos que el final de esta historia sea más justo.
Texto publicado originalmente en la revista Contenido de noviembre 2020.
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