Rebecca o cómo infartar a Hitchcock en el inframundo
Por el Cacalote 1
Recientemente llegaron a mi nido notificaciones de las nuevas producciones de Amazon Prime, Netflix, Apple TV y Hulu (sí, soy una ave adicta). Esas notificaciones son como Día de Reyes, regalitos que ya sabes qué son, pero que quieres abrir de inmediato. Como estos asuntos de la cuarentena me han mantenido en las ramas por más tiempo del que quisiera, pues le eché el ojo a algo que pintaba prometedor: la película Rebecca dirigida por Ben Wheatly y estrenada este 2020 con Lily James, Armie Hammer y Kristin Scott Thomas y que encuentran en la plataforma Netflix. En medio segundo le di click. Es una nueva versión de la novela homónima de Daphne du Maurier de 1938, que no he leído ni pienso leer por ahora porque la pila de libros que tengo me matendrá ocupado hasta el 2036, pero que Alfred Hitchcock filmó en 1940 y se llevó el Óscar a la mejor película y de paso a la mejor fotografía. Esa sí la vi.
Bueno, pues actores y director: A la jaula. Voy a tener que arrancar unas cuantas plumitas. Ya sé que habrá varias románticas cursis por ahí que dirán: “pues a mi sí me gustó la película”. Bien por ti. Ya sabes que este es un sitio de opinón. Entonces comencemos por el principio: ¿Por qué haces una película que alguien más ya hizo y de forma magistral? Que además ese alguién está en el pedestal de los dioses cinematográficos y hasta tiene seguidores que le prenden veladoras. Aunque digas que no es refrito, te van a comparar. Punto. No hagan Lo que el viento se llevó, no hagan El ciudadano Kane, no hagan nada que tenga un Óscar o más bajo el título, por favor. Las librerías están llenas de novelas que se pueden llevar a la pantalla y allá afuera hay miles de guionistas esperando con su historia bajo el brazo. Bueno, cientos.
La historia no es tan compleja, tres actos bien marcados. Parece comenzar con comedia romántica (por eso les gusta), luego se pone turbia y se gradúa más o menos en lo policiaco. La gracia de la película está en meter a un personaje que jamás veremos en pantalla y es la protagonista, Rebecca, obvio. Es un fantasma que debemos armar gracias a los demás personajes y a los objetos que los rodean y al universo que la envuelve, que en este caso es un caserón inglés en Manderley (lugar ficcional, gente), y lograr que, además, sea quien haga sombra sobre los otros personajes y lleve la batuta. Es una antagonista protagónica. El señor Alfred Hitchcock nos hace ver a ese personaje en los tres actos.
Rebecca vive en la cabezota de todos los espectadores gracias a la cinematografía del genio. Vemos todo lo que hizo y dijo. Tenemos su personalidad, su físico, su risa, su belleza, su maldad. Su historia completa. La conocemos mejor que a los demás personajes porque hasta en sus emociones más profundas podemos entrar gracias a un guion que pone lo justo en el pico de los demás. Por eso se llevó el Óscar, no fue por su linda cara. El personaje de Lily James debe evolucionar por las acciones de su antagonista a quien no puede ver y las acciones de cada uno de los personajes como el esposo guapo y millonario y la ama de llaves, macabra y hostil, están motivadas por Rebecca sin que salga ni una sola vez, por eso es todo un reto para el director.
Hablemos ahora del señor Ben Wheatley, este director que ha hecho cosas como Kill List (2016), presentada en varios festivales y High Rise (2016) con mi amor platónico Tom Hiddleston, una película cien por ciento recomendable (rara, les advierto, no es para todas las aves. Canarios, absténganse) y otras cosas que han rodado por festivales y ha sido bien aplaudido con cosas como Sightseers (2012). Entonces, ¿qué le pasó a Ben? ¿Se le quedó sin tinta la pluma? ¿Se cayó del árbol? Para empezar la atmósfera, porque ahí radica la manera en que se puede poner a un personaje sin estar. Hay que poner atención a los detalles para generar la presencia casi espectral y densa de Rebecca, y se nota que hizo el esfuerzo, pero no lo logra porque la presencia de Lily James la opaca con su actuación recargada. Así que pasemos a la jaula a Lily James (Cinderella, 2015).
James hace el papel de la nueva Mrs Winter, y nos dan un pequeño antecedente, es huérfana y trabaja como dama de compañía con una pedante aristócrata. Es apocada y pobre. Hasta ahí todo bien, pero las lágrimas se asoman ante el mínimo conflicto, hasta cuando va caminando por un pasillo. Siempre muestra esa cara de niña buleada, esa exageración de nerviosismo en el cuerpo, como de paloma de Coyoacán perseguida, incluso en la evolución del personaje que para el final ha perdido la inocencia y se planta ante los demás, aun en esas escenas, se nota temerosa y apocada, creando en el espectador una sensación ambigua sobre el carácter del personaje.
Escenas que rayan en lo cómico como cuando en una afrenta con la ama de llaves, la magistral Kristin Scott Thomas, ésta la hace llorar y ella cae al piso como si le doliera la panza y se retuerce de tal forma, que me imagino al señor Hitchcock mirando la pantalla con los ojos desorbitados, pensando ¿quién rayos escribió eso? Alguien dele un antiácido a esta niña.
Lo siento, hay que comparar porque es inevitable. Ese comportamiento de niña desamparada también está presente en la primera versión, pero podemos ver a Joan Fontaine llevarlo de tal modo que para el final del segundo acto hasta su forma de caminar es distinta. El peinado, la ropa y su actitud sufren cambios que no son evidentes para el espectador porque están hechos con gran sutileza, pero están ahí, esa escena con la ama de llaves está en la versión de 1940 pero sin caer en el dramatismo telenovelero (¡Maldita lisiada!). Fontaine jamás se tira al piso con retortijones. James sostiene el miedo en todo momento: el temblor de manos, el movimiento corporal que te incita a decir: ve al baño, mujer, luego vienes; y el ojito Remy que te hace buscar un pañuelo para dárselo, aun con el cambio de vestuario y de peinado que también hace.
El personaje del señor Winter sufre lo mismo con su actor. Laurence Oliver va del misterio rudo a la desnudez emocional al final de la historia, en cambio Armie Hammer se queda en lo misterioso, casi grosero, de principio a fin (eso sí, está guapísimo, ¿eh? Ojazos). Entonces nunca vemos a ese fantasma, nunca logra emerger porque estamos agobiados buscando el chupón que le quitaron a la protagonista. El papel de la señora Danvers es el único que, a su manera, ambas actrices lo llevan perfectamente bien nomás con la mirada y la postura corporal. Tanto Scott Thomas en esta versión como Anderson en la de 1940 se apegan a la personalidad de la ama de llaves quien tiene una devoción enfermiza por Rebecca.
Un gran error de Wheatley es intentar meter en el espectador la imagen del personaje fantasma en pequeñas escenas que la protagonista imagina. Eso es perderle la fe al público y decirle: por si no entendiste, te explico. No seas así, Ben, sí entendemos, aunque no hayamos estudiado cine. También le agrega un epílogo que es el único momento en el que vemos un cambio en la actriz, pero es un cambio de 180 grados y ya nadie se lo cree. Además dura un parpadeo.
La resolución en la versión de Alfred, (yo le digo Alfred porque entre cacalotes nos tuteamos, ¿ok?) es creíble y entendible. Ben, lo enreda un poco. No sé cuál tenga más apego a la obra literaria. Quizás la señora Du Maurier esté aplaudiendo desde el más allá esta versión y quiera cerrarme el pico de un zapatazo pero, yo nomás estoy comparando películas y Ben sale perdiendo. De cualquier forma, véanla. Ya verán que se pone aburridona. Bueno, si quieren pueden ver algo mejor. ¿Ya la vieron? ¿Qué opinan? Yo le doy dos gotitas de tinta de cinco. Ahora voy a alisarme las plumas en otra cosa y luego les cuento.
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