Después de esperar todos esos meses, apenas salió en el cine, emprendí el vuelo para apoltronarme ante la pantalla IMAX y ver en medidas de proporciones bíblicas la carita de uno de mis personajes favoritos: Nosferatu.
Sólo que antes de entrar en materia, vamos a hablar de vampiros. En la letra y en el cine, hablar de vampiros es hablar de una criatura esbozada de una u otra manera, en todas las culturas milenarias. La sangre es el objeto del deseo del vampiro por su poder vital. El preciado bien por el que criaturas míticas han devorado a hombres y mujeres. La sangre humana se percibe entonces como el anhelo de dioses, demonios, hombres o cualquier ser que desee fervientemente ser inmortal o preservar la juventud, porque la sangre, está vinculada a estas dos características que, irónicamente, no las tiene el portador. Al ser humano también le es necesaria la sangre, pero únicamente para un periodo de existencia que tiene un final. La sangre en el humano envejece o enferma; en el cuerpo de otro, prolonga el alma para siempre y borra arrugas, panza y canas. Sí, sí, por eso todos queremos ser vampiros, eternos, jóvenes y bellos.
Entonces, la inmortalidad y la juventud eterna vienen empaquetadas en nuestras preciosas venas (digo “nuestras” porque cuando no hay humano cerca, los vampiros echan mano de rata, perro, gato, pájaro o lo que se les cruce en el camino. Es así para todos; cuando el hambre aprieta, uno no se pone delicado). Pero a nosotros no nos funciona de esa manera. Ya hemos leído casos verdaderamente horripilantes como el de la condesa sangrienta Elisabeth Báthory, quien después de hacer una verdadera carnicería de doncellas, no se hizo eternamente joven y mucho menos inmortal. Más que mito vampírico, la doña se coloca en los primeros sitios de popularidad de los asesinos seriales y caso de estudio para el índice de maldad.
Así se establece la relación de la criatura y su apetito de sangre humana, que a ella sí le brinda ese poder de hermosura y eternidad, pero como criatura que come y no mea y que nos ve como su bocadillo de medianoche, el chupasangre es entonces alguien a quien temerle. No es humano, no tiene alma y quiere sangre. No, no queremos encontrarnos con él. Nadie que se alimente de nosotros podría pertenecer a la zona Ying del mundo. El vampiro es oscuridad total y penumbra, y como criatura que es, tiene sus propias reglas naturales apegadas a ese principio: el sol, la luz, como elemento que se contrapone a lo oscuro, mata a la criatura, la achicharra. La luz es Yang.
Después de que varias culturas le temieran o lo endiosaran como parte de su inframundo, la civilidad y el razonamiento colocaron al vampiro como una figura de fantasía, temible pero vencible en el arte. Según el estudioso Montague Summers, es imposible determinar el inicio literario del vampiro, ya que abarca demasiado en el tiempo y en las culturas. Solamente en el periodo anterior al gótico, más de trescientas obras fueron publicadas en torno al vampiro, pero la criatura, una vez que llegó al entorno gótico, se acomodó en la atmósfera deprimente y encontró el nicho que necesitaba para separar creencia y realidad. El gótico es el periodo literario en donde el vampiro lucirá siempre.
Entonces, hablar de vampiros es hablar, inevitablemente, del apasionado Drácula de Bram Stoker, novela escrita en 1897 en la que el mito vampírico cobra una fuerza inusual al establecer una relación pasional y romántica. Es decir, el vampiro es perfilado más humano que bestia. Coppola llevó su visión de esta novela a la pantalla en 1992 con la icónica Winona Ryder y, en el cuerpo de Gary Oldman, un multifacético Drácula que oscila entre el animal depredador, el seductor enamorado, el guerrero amante y el decrépito anciano. Pero antes de eso, John William Polidori escribió la novela El vampiro en 1819, años antes que Stoker, y es el primero en darle ese matiz romántico a la criatura; es quien lo coloca de manera precisa en el universo gótico de una sociedad romántica y tristona, fría y oscura que, más que vivir, deambula entre gente religiosa y supersticiosa que es el perfecto alimento para un vampiro, aunque Polidori nunca lo exhibe como un ser capaz de amar. Lo romántico del vampiro de Polidori es una idea de la seducción y la pasión que vincula de manera invisible con el pecado, ya que la sociedad traía el yugo de la iglesia para todos lados. Esas cualidades lo vuelven atractivo y lo convierten en el interés amoroso de otros personajes, pero no por eso es un ser que ama. Nada de eso. Es un ser incapaz de amar y esa es la naturaleza intrínseca del vampiro. Nosferatu de Werner Herzog (1922), en su visión de hace ya más de cien años, echa mano de lo que tiene en aquel incipiente cine mudo. Como hoy, un arte que se basa en otro arte. Herzog toma elementos de ambos, Polidori y Stoker, pero sostiene su esencia vampírica y sus reglas sociales en el primero aunque carga la parte humana en la del segundo: Stoker, que da un paso más y le otorga al mítico Drácula la facultad de amar.
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De ahí, literatura y cine nos han dado infinitas versiones, casi siempre masculinas, del vampiro. Desde el orejón, narigón y dientón Nosferatu hasta el seductor de ojos de cazador, Drácula. Unos y otros alimentados por la estética de personajes históricos como Vlad el Empalador o con el imaginario antiguo de perfil animal de las tradiciones orales.
Una vez que Drácula fue refriteado en el cine, cada vez que se pudo, llegaron nuevas versiones que intentaron refrescar el choteado personaje, como en aquella The Lost Boys (Joel Schumacher, 1987), en la que el vampiro se adapta al ambiente ochentero y actúa en manada juvenil como jauría depredadora pero divertida, o la parodia negra Fright Night (Tom Holland, 1985), en la que vemos un vampiro con un hocico descomunal que, más que chupar, comía con un tinte licántropo.
Los noventa trajeron la visión que curó un poco el duelo de Anne Rice cuando perdió a su hija al escribir Entrevista con el vampiro, personificando la leucemia en Lestat, este ser que desprecia la vida humana pero que sufre de soledad, por lo que a través de la manipulación convierte a Louis, un lacónico y nostálgico humano que atontado, acepta la oferta del vampiro pero que desde el primer momento se arrepiente de regalar su mortalidad arrastrando en su trauma a la pequeña Claudia. Rice dota a todos sus vampiros con aire romántico, pero separa las virtudes y los defectos de cada uno. Claudia, la inocente niña que no puede evitar personificar, es la víctima de dos vampiros que, llevados por sus pasiones, la colocan en el cadalso y que Rice redime a través de una figura materna, contándonos así la dolorosa tragedia de su pequeña. Los niños no deben ser vampiros; los niños no deberían morir de leucemia. Neil Jordan la llevó a la pantalla en 1994 con notable éxito, pues nos dio una nueva visión humana de la criatura: entre ellos también se odian y se matan; entre ellos hay diferencias como entre nosotros.
Podría seguir; los vampiros han llenado el imaginario colectivo desde hace tanto a través de la tradición oral, los libros, el cine y la televisión, que los géneros de romance rosa y acción le han echado el guante a los colmilludos para realizar historias que nada tienen que ver con su carácter animal y depredador.
Después de las múltiples versiones de Drácula y su historia refrita hasta la saciedad, con buenas, malas y peores versiones, escritores como Stephanie Meyer o los creativos del cómic Marv Wolfman y Gene Colan, creadores de Blade, cazador de vampiros, le han arrebatado su naturaleza vampírica para crear, en el primer caso una empalagosa historia de romance cortés en la que el vampiro se ve despojado de su horror y de sus debilidades para convertirse en un ramplón galán colmilludo al que le brilla la piel. No me desplumen, ya saben que pueden dar su opinión, pero eso no quita que yo tenga que cerrar el pico. Sépanlo: Crepúsculo NO es una historia de vampiros; es una historia de romance rosa en el universo, bastante retocado, vampírico. Tan mala y tan cursi, que la versión animada de Drácula en la famosa Hotel Transilvania hace cara de asco cuando ve cómo es representado su otrora singular especie en el cine, pues la versión cinematográfica es tan rosa como su versión en papel.
Blade, en cambio, echa mano de la acción. Balazos y espadazos al más puro estilo de John Wick para ser el héroe exterminador de su propia mitad de especie. Un mestizo renegado de la sangre que, al menos en este caso, lo obliga a reflexionar y decidir entre su naturaleza depredadora o la humana… que ya en análisis filosófico viene a ser casi casi lo mismo, pero eso es cuento aparte. Para los dosmiles llega Inframundo (Anna Foerster, 2003), otra saga en donde, para darle un matiz, la protagonista es una hembra, convertida en la infancia por un vampiro anciano. Tecnología y mitos mezclados más o menos bien y en la que predomina la premisa de la eterna enemistad con los licántropos (quién sabe por qué; ese mito es absolutamente contemporáneo, no hay nada en el periodo gótico que suene parecido; de hecho, en la literatura y en el cine, el vampiro tiene características de hombre lobo, como la capacidad de transformación en animal).
Entre unas y otras hemos visto pasar por el cine y la televisión el jaloneo de directores que quieren recuperar la naturaleza sádica del vampiro, como en aquella 30 días de noche (David Slade, 2007), o darle un matiz de adolescente agringado en aquella ñoñería noventera de Buffy, la caza-vampiros (¿se acuerdan?, eew) y también ha conquistado a las audiencias más pequeñas en la ya mencionada Hotel Transilvania (Genndy Tartakovsky, 2012), que se apodera de los mitos más conocidos del vampiro para parodiarlos y romantizar como nunca al famoso Drácula. Claro que la hipérbole en la animación siempre funciona. A ese Drácula lo amamos por ser un buen padre amoroso.
Hace apenas unos años Netflix lo volvió a traer a la vida con un giro de tuerca original, que no supieron cerrar pero al menos le dieron un matiz.
Así que después de tanta miel, Eggers recupera todo aquello que Polidori había escrito hace más de doscientos años. Un ser que no sabe amar, pero que es seductor y dominante, que es una bestia que no tiene piedad y, al mismo tiempo, una criatura que está a merced de sus instintos y su hambre. El vampiro, Drácula o Nosferatu es amo de la oscuridad, pero esclavo de los humanos. Lily-Rose Depp personifica a Ellen, esa mujer seducida en su adolescencia por una fuerza oscura, pero redimida en el amor de su esposo, por quien se sacrifica, pues puede reconocer en su adultez la diferencia entre dos fuerzas que la atraen: la pasión o el amor, y elige. Ellen, sin saberlo tiene el poder de la hechicería, esa que siempre han otorgado a la mujer y que Eggers logra matizar muy bien para que el espectador entienda lo que representa la juventud y la belleza. Ella no lo sabe, ninguna mujer lo sabe pero tiene un poder incluso sobre la bestia.
La mujer es, como en muchas novelas del siglo XIX, el objeto del deseo y la personificación del amor al mismo tiempo; por eso es quien puede matar al vampiro, todo oscuridad, llevándolo a la luz utilizando con su propia seducción y al mismo tiempo, demostrar que el amor redime cualquier falta y vale cualquier sacrificio, incluso la vida.
Además, Eggers logra esta atmósfera fría que se mete hasta la médula de los personajes cuando vemos al pobre Thomas cruzar los caminos escarpados y helados en favor de su amada, a pesar del miedo, el frío y la soledad que percibimos en el personaje. Deambulamos por esta Rumania supersticiosa, plagada tanto de gitanos como de conventos de monjas que, sin importar sus creencias, igual saben bien quién habita aquel castillo, igual intentan curar a un extraviado joven e igual luchan contra la maldad.
Eggers reafirma la brutalidad de Nosferatu y, para que no nos quede la menor duda de que es un monstruo, nos regala escenas horrorosas como el despiadado fin de las niñas y de su madre. Nosferatu carece de belleza pero Eggers recupera esos poderes como la hipnosis y la hiper velocidad, la telequinesis que en otras versiones vimos de manera tan cutre, aquí el director hace un gran trabajo para no pelear con la verosimilitud.
Refuerza el mito demoniaco con un personaje que sabe quién es, pero que reconoce que es una fuerza fatal a la que nadie se ha enfrentado que es el Dr Albin, metido en el cuerpo de Dafoe que personifica con bastante contención; eso apuntala el valor de Ellen, quien sabe que en nombre del amor se sacrifica todo, hasta la vida.
De las cosas que podría decir que son un gran fallo son algunas de las luces y antorchas que, desde la rama de un abeto, puedo ver que son LEDs y que quizás los espectadores en general no vemos porque estamos absortos en los rostros de Ellen y Thomas, pero que desvirtúan un poco el ambiente tan logrado.
El amor todo lo puede, aunque signifique el fin del amor. La premisa más antigua de la narrativa en esta atmósfera gótica que tanto nos gusta.
Nosferatu recupera la sangre y nos regala a los fanáticos de los colmillos la vuelta al origen gótico. La oscuridad, lo fantasmagórico, lo místico, lo incomprensible y lo diabólico. También la seducción, la pasión y el amor. Eggers nos recuerda más que a Herzog, a Polidori, y un poco al Drácula de Stoker, pero logra un zurcido invisible en su capacidad de entretejer las historias y las personalidades. No será la última película de vampiros que veamos, pero, felizmente, nos tocó ver una de las mejores.
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