El hilo roto
María Quiroga
Hace apenas unos días, y después de casi nueve meses de haber vuelto a mi país, me di cuenta de que por fin me sentía otra vez acomodada. Nueve meses. Todo el proceso de gestación de un ser humano. Me tomó ese tiempo reconocer esta ciudad y todavía no acabo, pero al menos, ya me reconozco a mí. Una sufre una especie de dislocación de su propia persona, como si mente y espíritu fueran dos entidades con caminos bifurcados. Entendí que pude reconocer a la que volvió, no a la que se fue. Así como Salvatore, Toto, del Cinema Paradiso*. Así como él, parado junto al cine en el que forjó su pasión con los ojos cerrados para abrirlos a una realidad que hubiera sido mejor no ver.
Adentro de la aceleración que ahora vive el mundo, el cambio se ha vuelto una función exponencial. Cada vez más veloz, cada vez más rudo, cada vez más notorio. No hay periodos de estabilidad de ningún tipo, el cambio es una constante en una carrera con prisa por llegar no sé a dónde, nadie sabe, pero es un apuro que nos obliga a galopar a un ritmo vertiginoso entre las cosas que hacemos, las que queremos y las que soñamos, también con la misma prisa y deseo.
En este estado, como de mosca que revolotea buscando la salida y choca con todos los cristales antes de dar con el agujero, volver a la patria, a mi lugar de origen, ha resultado una experiencia de lo más extraña. No en el sentido puro de la palabra. La uso por no saber bien qué adjetivo usar. ¿Ajena? ¿Desambientada? Cuatro años parecían ser poca cosa, pero no si pienso en todo lo que hice allá, en realidad fue el tiempo suficiente para aventar por los pies una raíz y comenzar a crecerla a golpe del mismo sol pero de diferente tierra, y quizás por eso, por esa visión irreconocible de mis mundos interno y externo es que aquella película que a todos nos ha puesto alguna vez a lágrima viva enfrente de la pantalla, me persigue con una condición nueva. No porque no la haya entendido antes, sino porque ahora siento haber pasado por las mismas calles y como Toto, no reconocer más que los vestigios, gastados y descolocados de su origen.
Y es que no es lo mismo llegar a vivir a un nuevo lugar, en el que las cosas sin importar el tiempo que lleven ahí, son nuevas a los ojos de quien arriba, que volver al que ya se conoce. Mientras en la primera, los ojos nunca terminan de saciar el paisaje novedoso, en la segunda suceden dos cosas: la primera es que una se empeña en querer encontrar lo que dejó, tal como lo dejó, en un capricho imposible de cumplir y se topa con una pared dura que no permite el paso porque de aquello no queda nada aunque la geografía nos diga lo contrario. Ni las calles ni las personas son las mismas que dejamos y mucho menos cuando las sacudió un terremoto y luego la avasalló una pandemia. La ciudad y su gente a mis ojos han sufrido una mutación, aunque en realidad han padecido cuatro años de arañazos emocionales y físicos. No es mutación, es evolución, transformación, desaparición, cambio. En segunda porque se tarda una mucho tiempo en darse cuenta de que los días que se construyeron sobre este cuerpo en la lejanía, también han cambiado su arquitectura. Creí ser la misma, pero no, es decir, en esencia lo soy, pero ha pasado sobre mí, como sobre el pueblo de Toto, una variedad de cosas. Los aires extranjeros han pulido la superficie de la piel con rasgos nuevos, sobre todo los que rozan el interior de la piel. Lo que era importante no lo es más, lo que era simple se ha vuelto complejo, lo interesante ha caído en el desprecio y la belleza de algunas cosas se ha perdido para volverse, digamos, algo clásico.
Cuando una se busca la vida lejos, sin darse cuenta se quita asperezas que antes ni había notado que portaba, ignorante de lo evidente porque la inercia de la costumbre obliga a los otros a también ignorar esas rebabas de la personalidad. La mirada entonces se vuelve más atenta a las cosas, el oído se afina a otras voces, lenguas y tonos; la nariz se reconforta con nuevos perfumes y la lengua se acostumbra al dulce y ácido del nuevo territorio; un territorio que por cierto es cosmopolita y aporta en ese variopinto paisaje humano, una realidad inusual, y el caso es que ese nuevo yo en el que me convertí es quien vuelve y trata de encajar en un molde en el que ya no cabe y no solo no cabe, no quiere entrar.
La escena que marca la película de Cinema Paradiso es aquella en la que Toto decide irse lejos para para encontrar su vida o su propósito, empujado siempre por Alfredo, quien en algún paseo anterior le dice que cuando la gente se va, al volver todo ha cambiado, nada es lo mismo, el hilo se rompe. Mientras uno permanece nada parece cambiar. Toto no entiende lo que trata de decirle, pero el día que se va, en la estación de tren, con la maleta en la mano, Alfredo con una severidad nunca antes usada le dice que se vaya y que no vuelva, que no escriba, que no llame, que se olvide del pueblo y de todos los que están ahí. Que no le gane la nostalgia. Y que si vuelve, él hará como que no le conoce y jamás le volverá a reconocer.
Alfredo hace lo que en mi forma de ver todo padre debe hacer: sacarlo del nido y echarlo a volar sin permitirle volver. Alfredo en su ceguera tiene la capacidad de ver que si un hijo vuelve es porque ha caído y no sabe levantarse solo, si no vuelve, será porque ha tenido la inteligencia y la audacia de levantarse sólo de sus tropiezos, y seguir y eso es un camino al éxito. Alfredo lo ama tanto que tiene la capacidad de decir adiós para siempre, sabiendo que eso es lo mejor que puede hacer por él, eso es asegurarle un futuro real. Si le permitiera volver, jamás encontraría lo que dejó, pero tampoco habría un futuro, solo fantasmas como asegura su madre.
Toto no entiende por qué, pero cumple a cabalidad y no vuelve hasta que han pasado más de treinta años y Alfredo ha muerto. Vuelve convertido en el gran cineasta que soñó ser, al menos en la profesión. Ahora, después de tanto tiempo, Toto comprenderá la última lección que le dio Alfredo: el reencuentro. El pueblo, la familia, el cine y el amor se vuelcan en él, claro que él ya no es el mismo, tampoco ellos.
Toto encuentra un pueblo sobre el que ha llegado la modernidad, la prisa, el cambio. La explosión demográfica y la saturación visual y sonora. Lo que queda son las ruinas y pequeños vestigios vivos. Faltan los que se han marchado para siempre, sobran los desconocidos y solo quedan aquellos que nunca se fueron con los años encima. Lo que el tiempo ha destrozado.
Así me sorprendió esta ciudad que no se detiene con nada. El México surrealista que reconoció Leonora Carrington cuando llegó, también ha asumido su retorcida realidad en un crecimiento desmedido. Hay nuevos edificios, más altos, más anchos, más saturados de gente. Vecindades verticales con tamaños diminutos de vivienda que pagan a precios de mansiones, los que quedan de antes, ahora son más viejos, con la suciedad del smog y del polvo metida en sus poros. Con los colores escurridos, las grietas expuestas, las ventanas opacas. Los árboles crecidos sin control con sus ramas retorcidas y enmugrecidos en sus hojas por la falta de lluvia o talados casi a ras del piso, dejando sus raíces cercenadas y sin memoria. Las avenidas con nuevas rutas de metrobuses, las calles con los sentidos cambiados. Una infinita y grosera cantidad de ambulantaje de techos de lona enmugrecida hasta la náusea. La maleza crecida en las banquetas, la basura acumulándose en los arroyos de asfalto.
La zona más nueva de la ciudad a reventar de rascacielos y restaurantes. Y las zonas que el terremoto dejó inhabitables pero que se han negado a terminar de caer, están ahí, ruinosas y sucias, con edificaciones que dejan ver en el interior sus heridas, expuestas con el mismo dolor del primer día, con las cintas amarillas y polvosas que prohiben el paso a escarbar en el abandono porque quizás la vibración de un solo pie pueda hacer caer el mazapán de concreto y fierro.
Pasar por donde viví la infancia me brindó un trago amargo. La tienda donde comprábamos los dulces ahora es una taquería vegana, la cancha de básquet, un deportivo; el kinder, un taller mecánico; el gimnasio en el que durante tantos años dieron clases de Kung Fu, ahora es un hotel de paso. El arroyo está parchado tantas veces que el auto se siente como ir en empedrado. Las calles se ven más pequeñas. No sé, es como si me tocara ver el proceso en el que una construcción se convierte en ruina. Me abruma la nostalgia. Me pasa lo mismo que a Toto cuando abre los ojos y ve su Cinema Paradiso a punto de ser desmoronado.
En la película, Toto vuelve para dar el último adiós Alfredo y en el camino descubre el horror del desencuentro. Pasmado, parece preguntarse ¿qué pasó? Y sabemos que el corazón se le quiebra. Explora por última vez los rastrojos y encuentra pocas cosas que lo unan con eso. El hilo está roto.
Esa misma sensación que vive Toto la vivo cuando voy por zonas a las que no había vuelto. Los lugares que ya no existen más que en los recuerdos. Que jamás volverán. Toto mira a las personas que acompañan a Alfredo junto al féretro y es entonces cuando pone atención y les reconoce, cuando al fin se reencuentra con el pueblo. La gente, en un solo gesto consolador, le abraza. Le dice que lo recuerdan, que lo respetan, que lo quieren. Un gesto sin palabras, magistralmente logrado por Tornatore en una escena llena de subtextos. Ahí está el cine y el pueblo que dejó, no en los ladrillos de la ruina sino en las caras arrugadas y perdidas de aquellos que están parados ahí, junto a él y junto a Alfredo. Toto lleno de dolor entiende por fin aquella conversación con Alfredo. Hay que irse mucho tiempo para poder reencontrarse, para darle el verdadero valor. Sobre todo, Salvatore entiende que con quien debe reencontrarse es consigo mismo, con el niño de aguda inteligencia y carácter audaz, con el joven tierno e idealista que debe sacar de entre sus propias ruinas. Debe rescatarlo antes de ser derruido junto con el edificio. Ahora entiende por qué no debía volver. De haberse quedado, de haber vuelto, hubiera tenido quizás el mismo destino.
Tampoco yo soy la misma. Muchos se han ido y otros se han hecho viejos y hay un montón de gente nueva. De lo que recordamos con mayor cariño solo quedan las ruinas y en su lugar habremos de ver algo que no nos guste. Lo único que me queda, como dijo Alfredo, es reencontrarme con los que no se marcharon, con las voces, las caras y las miradas que a pesar del cambio, permanecen. Las que aun están ahí. Las que también me reconocen. Y después, seguir andando, aprender a conocer de nuevo y re adaptar los sentidos para poder ahora sí, confrontarme conmigo.
Todo eso ha costado tiempo descubrirlo. El mismo tiempo que me ha tomado volver a tomar la pluma con algo de sentido. Con algo por decir. He pasado largos meses en una especie de letargo, de modo zombie. Por ahora todo ha cambiado, mucho más estos ojos que miran. Quizás por eso los cambios son aún más contundentes y mi pensamiento también se ha trastocado. Tal vez, en ese pasado literario también haya ruinas a punto de caer, paredes viejas que urge pintar y remodelar, y nuevas formas por construir. Quizás por eso no encontraba las palabras ni las nuevas rutas en la página en blanco. Es probable que ahora que los sentidos se han incorporado al aire de mi país surrealista, pueda fluir con el abecedario.
Y así como a Toto, que el último regalo que le deja Alfredo, le obliga a resolver los tropezones de su presente a punta de dolor, de nostalgia y de pérdida, así debo resolver lo que viene, aceptar que lo único que queda como cimiento es la memoria, y que incluso con ella intacta, tendré que ignorarla y construir sobre terreno limpio. Quién pudiera tener en una sola cinta todos los besos que anhelamos.
Ahora toca escribir sobre hoja nueva porque como dice Gary Oldman en La sangre de Romeo**: “el infierno no es un lugar adonde iremos después de la muerte. El infierno es quedarse más de lo debido en un sitio de donde sabías que marcharte era esencial”. Una parte de mí, no volvió, y aunque lo digo con nostalgia, también noto la fortuna de eso. Así debe ser. No volver exactos para poder reencontrarse y en todo caso, será mejor no volver. La lección de Alfredo debería servirnos a todos. Deberíamos romper el hilo sin esperar a que lo haga el tiempo o la distancia.
A ver qué queda, a ver qué sale. Tornatore nos deja ver una esperanza en el futuro de Toto mirando aquellos besos prohibidos en su infancia. Todos juntos, expuestos sin pizca de pudor, como se debe. Así debo seguir: sin pizca de pudor.
*Cinema Paradiso (Nuovo Cinema Paradiso, Giuseppe Tornatore, 1988) ganó el Óscar a mejor película en habla no inglesa en su año de exhibición.
**La sangre de Romeo (Romeo is bleeding, Peter Medak, 1993)